Mi encuentro con el arte

El arte se convirtió en mi compañero de vida, en lo que sucede cuando nadie mira, en la más pura expresión de la vida sin pretensiones. En lo que ocurre cuando, sin darnos cuenta, simplemente “somos”.

Hace algunos años entendí que perseguir mi sueño se trataba de algo más que aferrarme a una pasión en particular. Y entonces descubrí que me esperaba un camino de enormes experiencias y transformaciones.

Tenía 17 años cuando elegí el sueño de estudiar pintura en París. Estaba empezando la universidad y lo más cercano a Francia que tenía en ese momento, eran las clases de español que daba por las mañanas a los ejecutivos de France Telecom. Sin embargo, el sueño era claro.

Tres años más tarde, cuando mi alumno Vincent visitó Francia en sus vacaciones, me inscribió a la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, de París. Ese verano, al terminar la universidad, emprendí el viaje hacia mi sueño sin hablar una palabra de francés y tan solo con el dinero que había ahorrado durante mis estudios.

Al llegar a París, entré en un pánico absoluto. Era la primera vez que viajaba sola y no me sentía capaz ni de salir del aeropuerto sin ayuda. La paz llegó a mí al ver a Thomas, mi amigo del alma, quien me esperaba en el área de salida. Sin duda, él y su inmensa generosidad cambiaron por completo mi destino en Francia.

La vida en París superó por mucho a mi sueño. Mis días comenzaban muy temprano con un pain au chocolat calientito y un vaso de leche con menta verde, en el tapanco del último piso del número 50 de la Rue D´argout, una callecita peatonal que quedaba casi enfrente del Museo de Louvre.

Enseguida, cruzaba la calle, atravesaba la explanada del museo y seguía caminando por las calles antiguas de París, mientras disfrutaba del sol del verano hasta encontrarme de frente con el río Sena. Entonces, entregada al disfrute, lo cruzaba siempre por el Pont des Arts, para llegar en unos minutos a Rue Bonaparte, donde se encontraba la Escuela de Bellas Artes.

Ahí pasaba entre cinco o seis horas diariamente, pintando y tomando clases de francés que apenas entendía. Lo cierto, era que el lenguaje de las formas, las texturas, las técnicas y los colores, eran perfectamente claros para mí. En esas horas, descubrí las maravillas del cuerpo humano y, realmente, comprendí la fascinación que me provocaba expresar sus curvas y sus comisuras, entre luces y sombras.

Ese año tuve mi primer encuentro transformador con el arte. Descubrí que llamarte “artista” es absolutamente liberador. Que te hace parte de lo que la “gente normal” considera “gente rara”, lo que te permite ser diferente, hablar diferente, vestir diferente… y hacer cosas poco comunes como perderte observando los tonos de las nubes, o cerrar los ojos en lugares públicos al escuchar la música que mueve el alma. También brinda la libertad de expresar con la misma soltura, una mancha, un desnudo, o una manzana y, desde mi perspectiva, permite ver al mundo con otras gafas: las del artista que a todo le pone un sentido un tanto existencial.

En lo personal, esa época fue de descubrimiento, de gozo, de creatividad, de expresión, de hipersensibilidad y, sobre todo, de reconocerme un tanto irreverente; aunque confieso que lo que más me transformó fue descubrir mi amor por la soledad.

Estar sola en esa época me permitió tener tiempo para observar –y observarme–, para sentarme con mis óleos a la orilla del río y pintar los puentes de París, mientras capturaba el ambiente fresco del verano, la locura de los colores tierra del otoño y el melancólico gris intenso de la ciudad, durante el invierno. Me permitió pensar, bailar, llorar, sentirme sola y también completa. Mi vida en ese lugar fue una total experiencia estética, de esas que transforman el alma a través de los sentidos y que, por supuesto, modificó mi manera de vivir el arte y mis locuras.

A partir de ese momento, el arte se convirtió en mi compañero de vida, en mi cotidianidad, en lo que sucede cuando nadie mira; en la más pura expresión de la vida sin tapujos ni pretensiones. En lo que ocurre a cada instante cuando, sin darnos cuenta, simplemente “somos”.

Para mí, el arte habla y, a veces, grita, pero también calla. El arte expresa, canta y baila. En mi experiencia, el arte cura y sana, y cuando te le entregas, transforma.

Esta aventura de autoconocimiento empezó casi sin darme cuenta y, hasta el día de hoy, se sigue concretando en mí. El arte sigue siendo mi refugio y mi reflejo, mi más auténtico modo de expresión y el espacio de todas mis posibilidades.

Por eso lo comparto, porque al verme reflejada en lo que capta la lente de mi cámara, en lo que pinto o en lo que mis manos moldean, puedo ver mis motivaciones más profundas, más secretas, más mías. Y cada vez que me permito preguntarle algo a esa obra que siempre intenta decirme, el diálogo se vuelve interminable.

Yo tengo un compromiso con el arte, me ha salvado la vida un sinnúmero de veces. Ha contenido mis silencios y ha sido el acompañante en mis ausencias. Me ha guiado a través de los momentos sin luz y ha sido la llave que me abre todas las puertas.

Por eso estoy aquí y me dirijo a ti, porque quiero invitarte a emprender este viaje de auténtica creación. Este viaje de la vida, cuyo principal objetivo es: CreArte.

—Paola Becerril es artista plástica y fundadora de InsideArt

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